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En la era contemporánea, donde el éxito a menudo se mide por la popularidad y el crecimiento numérico, algunas iglesias han caído en la trampa de operar como si fueran una franquicia comercial, con una visión central que se asemeja más a una marca comercial que a la misión y carácter que Cristo estableció para su iglesia. Debemos corregir esta tendencia y redirigir la atención hacia los elementos verdaderamente esenciales para la identidad y misión de la iglesia.
El poder de la iglesia no proviene de su eslogan, ni de su imagen corporativa, sino del Espíritu de Dios - podemos diseñar una hermosa playera para distinguir a la iglesia, pero lo que realmente requerimos es vestirnos del carácter de Cristo.
Las Escrituras nos enseñan que las marcas distintivas de la verdadera iglesia de Cristo no son la popularidad ni el atractivo superficial, sino la santidad y la devoción. La iglesia es llamada a ser "santa y sin mancha" (Efesios 5:27), una comunidad apartada para Dios y dedicada a su servicio. Sin embargo, cuando la iglesia busca definirse por cuán popular o influyente puede ser en la cultura, pierde su enfoque en aquello que realmente importa.
El apóstol Pablo advirtió a los corintios sobre los peligros del partidismo y la vanagloria, instándolos a evitar la arrogancia y la división (1 Corintios 3:21-23). La iglesia debe recordar que su gloria no reside en sus líderes carismáticos, en sus programas innovadores o en su visibilidad pública, sino en Cristo, quien es la cabeza de la iglesia (Efesios 1:22). No hay lugar para el ego o la búsqueda de fama en la iglesia; nuestra única ambición debe ser glorificar a Dios.
En un mundo saturado de publicidad y estrategias de marketing, es tentador para las iglesias adoptar métodos similares para atraer a las personas. Sin embargo, cuando el marketing se convierte en el motor detrás de la identidad y misión de la iglesia, se corre el riesgo de desviar la atención de lo que verdaderamente define a la iglesia: la palabra de Dios y la obra de Cristo.
La iglesia, como esposa santa, está llamada a ser pura, fiel y devota a su Señor. No debe venderse a la superficialidad y la vanidad que caracterizan al mundo. Es triste ver cómo algunas iglesias han adoptado estrategias que las asemejan más a una empresa de entretenimiento que a la esposa del Cordero. Al hacerlo, trivializan la santidad y comprometen su testimonio. La iglesia no es un producto para ser comercializado; es la comunidad santa de aquellos redimidos por la sangre de Cristo.
Debemos recordar que ninguna visión humana, por bien intencionada o creativa que sea, tiene el poder de transformar vidas. Sólo Cristo, a través de su Espíritu, puede hacer nuevas todas las cosas (2 Corintios 5:17). La transformación genuina no se logra mediante campañas de marketing, logotipos impactantes o eslóganes atractivos, sino mediante la proclamación fiel del evangelio y la obra poderosa del Espíritu Santo.
La iglesia debe centrarse en Cristo y en su evangelio, no en construir una imagen corporativa. La visión que realmente importa es la que nos lleva a ver a Cristo como el único camino, la única verdad y la única vida (Juan 14:6). Cuando la iglesia pone su confianza en su visión en lugar de en su Señor, se aleja de su verdadero propósito y misión.
El peligro de tratar a la iglesia como una franquicia es que se corre el riesgo de olvidar su naturaleza sagrada y su misión divina. La iglesia no es una marca para ser comercializada, sino el cuerpo de Cristo, llamado a vivir en santidad, devoción y fidelidad. Las iglesias que centran su ministerio en proyectar una imagen de sofisticación en lugar de buscar las marcas distintivas que la Biblia establece se desvían de su propósito y comprometen su testimonio.
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Published 11/19/24
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