GDC 4X6. El gallego rey de los jíbaros. Capítulo 1
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La emigración gallega está llena de historias extraordinarias, de triunfos y fracasos, de ruinas y fortunas. De entre los triunfadores, algunos volvieron y plantaron palnmeras, construyeron hoteles, fundaron escuelas y embrearon carreteras. Otros se eternizaron en su nueva tierra, se acriollaron y llegaron a generales o incluso a presidentes. Pero ninguno entre los hijos de Galicia llegó a dignidad más alta que la que alcanzó el avionense Alfonso Graña en el Alto Marañón, en lo más profundo del Amazonas peruano. Lo documentó en el Ya, Víctor de la Serna, el periodista falangista que lo bautizó como Alfonso I de la Amazonía: «Alfonso Graña, el español que reina como señor único, por encima de tratados y fronteras, sobre un territorio tan extenso como España, allí donde se parten en dos el mundo, la noche y el día.»
No sabemos cuando se inauguró su reinado sobre los jíbaros amazónicos, esos que alcanzaron renombre mundial por su afición por reducir cabezas y por ser imposibles a toda civilización. Con el mismo ánimo que en los estertores del siglo XIX dejó atrás su Avión natal, un día de 1922, cuando la fiebre del caucho ya no necesitaba de cataplasmas, abandonó Iquitos, el primer puerto del Amazonas peruano, y se adentró en la selva en busca de un porvenir o de algo de comer. Pasaron muchos años antes de que nadie volviera a saber de él.
Alfonso Graña nació en Amuidal, en el conceyo de Avión y en la provincia de Ourense. Era 1878, A diferencia de la mayoría de sus hermanos, esquivó las epidemias y resistió el hambre. Ganó así la oportunidad de huir. No quiso ser original. A Madrid no podía ir, no eran aún tiempos en los que un analfabeto pudiera ser ministro, y había que subir muchos puertos para llegar a una fábrica de Bilbao o Barcelona. El camino más directo requerí subir solo un puerto, el de Vigo. Se decía que en Argentina se comía carne todos los días. Carne todos los días. Tenía más magnetismo que el oro.
Pero Graña no fue a Argentina, ni siquiera a Cuba, que aún era un destino nacional. Brasil necesitaba colonos para el Amazonas. Los papeles estaban arreglados. Figúrate, si hasta te pagaban el pasaje. En cuarta, pero a caballo regalado…
Graña entró en el orden y el progreso por Belém de Para. Fue una escala antes de llegar al epicentro de la fiebre del caucho, Manaos. Manaos era la ciudad más rica y moderna de su tiempo. Las casas tenían luz y agua, en su ópera cantaba Carusso y los tranvías eran eléctricos, no como los de Nueva York que eran arrastrados por bestias. La ropa de Manaos se lavaba en Portgal y había más putas que en la imaginaria Mahagonny.
Un día los ingleses, que no estaban en contra de los monoplios pero que preferían que fueran de su propiedad, robaron la semilla de la serengueira, la plantaron en Malasia al borde de las carreteras y j******n la exclusiva sudamericana en el negocio del látex. Los altos costes de sacar cosas de la selva hicieron lo demás. En poco más de una década nadie recordaba la edad de oro de Iquitos o de Manaos.
Graña vivió del caucho en Manaos. También en Iquitos. Quizás llegó antes, pero en 1910 ya era habitante del centro del látex peruano. En los últimos años diez ya no se ataban los perros con longaniza, pero aún se podía vivir. Además, con su paisano Cesáreo Mosquera, el dueño de la librería Amigos del país, Graña aprendió a leer los carteles que avisaban de que en Iquitos no había futuro.
Así llegamos a ese día de 1922 en el que Graña preguntó a alguien que qué había río arriba. Como unos le dijeron que nada y otro que los terribles indios jíbaros que a todos los «cristianos» les hacían mondongo, nuestro hombre se fue a comprobarlo por sí mismo. Eso sí, para saber lo que vió, tendremos que esperar a la próxima semana.
Grabado, cada uno en su casa, por Elena Ojeda,
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