El niño (o la niña), a través de los ojos y del corazón del padre, comienza a comprender que hay otras personas que necesitan de él, a las que él puede ayudar de algún modo, según sus capacidades y su edad, y que tiene la posibilidad de llevar alegría a otras personas. Todo esto des- 155 de una libertad planificadora, no desde una culpa atemorizante. Todo lo vivido durante estos años queda inscrito en el disco rígido de la computadora de nuestra memoria profunda. Y seguramente, al leer las primeras líneas de este capítulo, nos acordaremos de algunos hechos felices de nuestra niñez, así como de sucesos dolorosos que pueden hacernos sentir indignos o culpables. Todo esto necesita ser purificado con el filtro del amor de Dios, que es Camino, Verdad y Vida (Jn 14, 6), lo cual significa que caminando tras sus huellas, Él nos ayuda a conocer y a comprender la verdad de nuestra propia historia, para que, sanados por su amor misericordioso, tengamos vida en abundancia. Los hechos dolorosos y culposos de la niñez deben ser llevados de manera especial en oración a los pies de Nuestro Señor Jesucristo, para que cuando surja una situación similar, no reaccionemos desde el niño interior herido o temeroso; para que tengamos dominio sobre cualquier situación negativa que pueda suscitarse. Todas esas vivencias —y en este caso, el papel que tuvo el padre en ellas— imprimieron en nosotros un programa emocional que hace que de nosotros broten pensamientos, sentimientos, palabras y acciones cargados de la verdad, la paz y la bondad de Dios, o, por el contrario, colmados de las miserias con las que Satanás quiere embarrar nuestra alma y nuestras relaciones interpersonales. Ese programa emocional que llevamos con nosotros contiene tanto lo sano como lo enfermo de nuestra his- 156 toria personal y puede estar hablándonos del niño interior herido o con carencias, especialmente cuando surgen el enojo, los celos, la envidia, los temores, el aislamiento y, en general, todo lo que nos impide caminar en la paz de Dios. Nuestro ayer influye desmesuradamente en nuestro hoy. Por eso, sólo cuando nuestro niño interior con todas sus vivencias es llevado a la presencia de Papá Dios y permitimos que Él lo abrace, lo perdone, lo consuele y lo fortalezca, nuestro ayer comienza a ser redimido y liberado por la sangre del Cordero, para que nuestro hoy sea más libre y pleno. Entonces nuestro niño interior comienza a madurar hasta alcanzar la edad cronológica que tenemos en el presente, desarrollamos la libertad cristo céntrica y superamos las diversas facetas de la esclavitud egocéntrica.