Soy la mayor de seis hermanos y hermanas. Mi niñez y juventud fueron muy difíciles porque vivía en una familia disfuncional, con muchos conflictos que mis padres no sabían cómo resolver, y en algunos casos, ellos mismos eran parte del problema. Mi mamá era una buena mujer y muy trabajadora, aunque no iba a la Iglesia y no nos enseñó a conocer a Dios. Sin la fuerza espiritual de la oración, ella hacía lo que mejor podía. Mi papá, desde que yo me acuerdo, estuvo siempre enfermo, con muchos dolores en sus huesos, lo cual aumentaba su mal carácter, haciendo que estuviera S 261 siempre nervioso, que maldijera y nos insultara, y que casi todos los días estuviera lleno de amargura y frustraciones debido a su enfermedad y a todas las cosas que no había logrado hacer. Por eso yo crecí en un ambiente sombrío e estable. Mirando hacia el pasado en un clima de oración, me doy cuenta de que a causa de lo que sufríamos, comenzaron a aparecer tanto en mí como en mis hermanos las secuelas de los maltratos de mi padre en forma de trastornos en nuestra personalidad. Y cada uno de nosotros procesó de manera diferente y como pudo el abuso y el propio dolor. Cuando yo cumplí dieciocho años, mi papá estaba cada vez peor, ya que se pasaba todo el tiempo maldiciendo, tenía explosiones de enojo y además estaba obsesionado con el dinero. Pienso que todo esto lo llevó a sufrir un infarto. Por eso siempre sostuve que su carácter fue el que al final lo mató. A raíz de todo esto, mi madre cayó en una depresión profunda, a tal punto que necesitó ayuda psicológica y psiquiátrica durante tres años. Pero el verdadero cambio comenzó cuando ella se acercó a uno de los grupos de oración de los Mensajeros de la Paz que hay en mi cuidad, y al poco tiempo comenzó a colaborar como servidora de la comunidad. A mí me sorprendió ver cómo ella iba cambiando gradualmente y teniendo una seguridad, paz y alegría que nunca le había conocido. El testimonio de mi mamá me impulsó a acercarme a la Iglesia y a Dios, a confesar que aún estaba llena de re- sentimiento contra mi padre, y hasta con Dios. Fue cómo si me sacaran un gran peso de encima, y esa noche, por primera vez en mucho tiempo, pude descansar profundamente y tener sueños hermosos que recordé en la mañana, donde sentía que Jesús me sonreía, me hablaba dulcemente y sanaba mi corazón herido. A partir de allí, pude abrir las puertas de mi alma a Dios, que con el tiempo me ayudó a enfrentar la condición en que estaba mi alma por tanto rechazo que había recibido (incluso supe que mi padre le había insistido a mi mamá que me abortase, a lo que ella se negó). Por eso, en un retiro de sanación interior, tomé la decisión de orar pidiendo la gracia de perdonar a mis padres, tanto a mi papá como a mi mamá. A mi papá, por querer destruir mi vida desde el vientre materno, por abusar emocionalmente de nosotros y maltratarnos, y a mi mamá, por tolerar tanta violencia. Hoy le doy gracias a Dios porque, si bien aún hay heridas en mi alma que necesitan sanación, me doy cuenta de que Él ya ha hecho milagros en mi vida, en la vida de algunos de mis hermanos y también en mi querida madre, con quien tengo una gran unión y servimos juntas en la parroquia. El camino no siempre es fácil. En ocasiones vuelve algún recuerdo doloroso; pero ahora sé qué hacer con él: lo llevo en oración a los pies de Cristo, renuevo el perdón y siento que su preciosa gracia me devuelve la paz y la confianza