John Kennedy utilizó su imagen, su ingenio y la fortuna paterna con imprudente arrojo. No existía el mañana, y no había secreto que no pudiera ocultarse con dinero. Joe, su padre, marcaría la pauta con su arrogancia: los Kennedy podían hacer lo que les viniese en gana, tenían su propio código moral. John nombró a su hermano Bobby guardián de los secretos: la deuda familiar con el crimen organizado, el estado de salud de John, la financiación de sus victorias electorales, los complots para asesinar a dirigentes extranjeros y las verdaderas intenciones del presidente en Vietnam. Los dos hermanos se enorgullecían de otro rasgo heredado de su padre, su voracidad hacia las mujeres, con gran desesperación de los agentes del servicio secreto. Hacia el final de su vida, la temeridad privada de John Kennedy empezó a corroer su actividad pública, poniendo en peligro tanto su vida como el destino de la nación.